Un meteorito de 10 kilómetros de diámetro provocó una nube de ceniza global, el cual detuvo la fotosíntesis.
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Hace 66 millones de años, cuando los dinosaurios eran los reyes de la Tierra, un asteroide gigantesco cambió la vida del planeta para siempre. La primera hipótesis trataba de explicar la desaparición de más de tres cuartas partes de las especies de seres vivos en esa época, definida por la división geológica entre el Cretácico y el Paleógeno. En la unión entre esas dos épocas, los Álvarez, quienes dieron la primera hipótesis, hallaron una gran cantidad de iridio, un material muy raro en la corteza terrestre que, sin embargo, es abundante en meteoritos y asteroides. A partir de las mediciones del iridio depositado entre las dos épocas, calcularon que la roca que acabó con los dinosaurios y trajo ese elemento tenía 10 kilómetros de diámetro.
A partir de ahí se ha seguido acumulando datos sobre lo que pudo suceder después de ese impacto. Así que esta semana, un equipo del Centro Nacional para Investigación Atmosférica y la Universidad de Colorado, en Boulder, en Estados Unidos, ha creado un modelo informático que reconstruye los meses posteriores al cataclismo.
Aparte de los restos de iridio, en la frontera geológica que los dinosaurios nunca cruzaron también se encuentran otras evidencias del asteroide. Las estimaciones más recientes calculan que hay 15.000 millones de toneladas de ceniza generadas por los incendios que arrasaron el globo tras el impacto.
Por lo que los investigadores, liderados por Charles Bardeen, crearon una simulación en la que el Sol calentó la ceniza elevándola en la atmósfera hasta que creó una cortina que sumió la Tierra en la oscuridad. En ese nuevo mundo, iluminado como una noche de luna llena, la fotosíntesis se volvió imposible.
La detención del proceso por el que plantas o algas transforman la energía solar en alimento que pueden aprovechar otros animales fue el principio de la hecatombe. Gran parte de los vegetales terrestres se consumieron en los fuegos y la oscuridad diezmó el fitopláncton, unos organismos básicos en la cadena alimentaria de los seres marinos.
Cada día a oscuras hizo descender la temperatura que llegó a caer hasta 28 grados en los continentes y 11 en los océanos. Y mientras el frío se extendía por la superficie del planeta, el infierno reinaba en las capas altas de la atmósfera. La ceniza volatilizada absorbió la luz del Sol y el incremento de temperatura provocó la destrucción de parte de la capa de ozono.
Además, el calor hizo que se acumulasen grandes cantidades de vapor de agua, lo que facilitó reacciones químicas que produjeron compuestos que empeoraron la situación de la capa de ozono.
Cuando después de casi dos años la nube de ceniza se depositó sobre el suelo y permitió el paso de la luz solar, la Tierra estaba desprotegida frente a la radiación ultravioleta que golpeó a los supervivientes de la larga noche.
Los expertos reconocen algunas limitaciones a su modelo. Para crearlo usaron la Tierra actual y no la del Cretácico, con los continentes en posiciones diferentes y una atmósfera distinta. Tampoco tuvieron en cuenta las erupciones volcánicas y los gases liberados justo después del choque.
De igual forma, la simulación es un paso más para tratar de reconstruir lo que sucedió hace 66 millones de años, en un periodo muy importante para los mamíferos que iban a ser los ancestros de los humanos.
Mientras tanto, algunos estudios indican que el cambio ya se había empezado antes del desastre y que los mamíferos llevaban tiempo diversificándose, preparándose para ocupar el hueco de sus grandes predecesores.
Además, el millón de años previo a la extinción no había sido fácil para los dinosaurios, pues en aquel periodo se produjeron fuertes variaciones climáticas con largas olas de frío, algo fatal para animales mejor adaptados al cálido mundo del Cretácico. Aquella noche que duró dos años pudo ser solo el último empujón para un cambio de época que se cernía desde mucho tiempo antes.
H/T – El País